Recuerdo que la casa de mi tía Irene siempre estaba con las puertas abiertas. Bueno en realidad era una puerta grande de madera, trancada con una gran concha de caracol que nunca supe de donde salió.
Entre esa casa que quedaba en la carrera veintisiete y la nuestra que estaba
por la calle séptima, en el barrio El Recreo, de esa Barrancabermeja ardiente y
poblada con gentes venidas de distintos puntos de la geografía colombiana, pasé
los días más felices de la niñez y la adolescencia. Hay muchos recuerdos de
juegos, aventuras, amores y desamores que se tejieron y se rompieron en ese
pequeño lugar.
Pero la casa de puertas abiertas también era una representación simbólica
de la apertura de corazón que tenía mi tía Irene. Cuando mi papá se pensionó de
Ecopetrol y quiso hacer la nueva etapa de su vida en Bucaramanga, acordamos que
me quedaría a terminar el año en Barranca, porque ya estaba en sexto de Bachillerato
(hoy le dicen once). Un día, cuando las personas que debían velar por mi cuidado
decidieron que no tenía derecho a estudiar hasta tarde en la noche con mis compañeros de colegio y me cerraron las puertas de la casa dejándome en la
calle como si fuera un perro sarnoso y maloliente… Ella me acogió
en su casa porque ya estaba en su corazón.
Allí terminé viviendo en mi último año de Bachillerato, quizá con más
libertad de la que se le deba conceder a un joven de 16 años. Pude estudiar con
mis amigos hasta las horas que fueran necesarias resolviendo problemas de
cálculo, física y química; jugué
banquitas en la calle casi todas las
tardes, sin camisa y sin zapatos, con los Royero, los Vesga, Lucho, los Arzuza
y muchos más; vivimos muchas aventuras con Sergio y Carlitos; muchas veces
parrandeamos con Isaac y toda la gallada de amigos al son de buen vallenato debajo
de aquel viejo palo de tamarindo que ya no está; por allí pasaron las miradas
coquetas del primer amor y muchos otros ires y venires propios de la juventud y
las costumbres de una vida pueblerina en el magdalena medio.
Mi tía Irene fue una mujer de carácter fuerte pero comprensiva, no melosa
pero si amorosa, sabía dar lo necesario. Era como la “vieja Sara” madrina de
bautizo de casi todos los sobrinos y con autoridad sobre casi todos los que
arrimaban por sus predios. Para mí fue, como decía Kaleth, “La Tía
Universal”.
En mi recuerdo permanecen sus dichos, sus gestos y su sabia comprensión
sobre mi persona. Hasta el fin de mis días estaré agradecido por ser aquella
persona que siempre mantuvo su casa y su corazón con las puertas abiertas.
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