viernes, 17 de enero de 2025

MAESTRO

 Reconocimiento al P. Salvador Medina IMC

Éramos doce jóvenes recién llegados a la ciudad de la eterna primavera desde diferentes partes del país con  la ilusión de iniciar un camino por la vida misionera bajo la protección de la Virgen Consolata. La tercera noche de esta nueva experiencia, se presentó una disputa por el uso de la televisión (en aquellos tiempos solo contábamos con dos canales de televisión y en la casa donde vivíamos soló había un televisor); un grupo quería ver una película y los otros queríamos ver un partido de la selección Colombia.

La discusión se centraba en cuál programa era más importante. Se argumentaban los pro y contras, se proponían alternativas basadas en la suerte (cara y sello) o en una elección (mayoría de votos). En medio del calor de la discusión pasaba por allí el padre formador y todos nos dirigimos a él, como figura de autoridad, y le expusimos la situación, queríamos saber su opinión y, además, su decisión: ¿película o partido? Con sus brazos cruzados debajo de su ruana boyacense, nos dijo con su tono de voz tranquilo: “ustedes están aquí para vivir una experiencia de crecimiento personal desde la misión, definan cuál actividad les aportará más en ese propósito”, sonrió y se alejó. Nosotros nos miramos y sin decir una sola palabra apagamos el televisor y nos fuimos a nuestras habitaciones, en mi caso a leer el libro de arena de Borges.

Después de la experiencia de La Consolata, mientras estudiaba sociología, me interese por la discusión entre modernidad vs posmodernidad, y en medio de toda la cascada de teorías filosóficas y discusiones epistemológicas entre explicación vs comprensión, era lógico que apareciera la Teoría de la Acción Comunicativa de Jürgen Habermas. Asistía a la clase de filosofía analítica que dirigía el profesor Gonzalo Ordoñez en la Universidad Autónoma de Bucaramanga, y cuando éste explicaba que el fundamento de la racionalidad comunicativa es el discurso orientado al entendimiento y no a la acción[1], mi pensamiento viajó a los tiempos de La Consolata y entonces comprendí que en ese fundamento teórico se basaba  el modelo pedagógico de aquel padre formador.

Aquella experiencia del televisor fue la primera en un año cargado de encuentros y desencuentros propios de la edad, los contextos (Medellín, Pasacaballos, Manizales) y las crisis necesarias en la búsqueda de lo que somos; pero el maestro formador siempre estaba allí, con sus conocimientos, sabiduría y, por sobre todo, con su ejemplo. A la mejor manera de Jesús hablándole a sus discípulos con parábolas, él nos marcaba el camino provocando la reflexión para que cada uno tomara las decisiones que considerará más convenientes.

Gracias a este hombre de baja estatura, sencillo, nativo de Aguadas Caldas y Mariano por convicción, los horizontes de mi vida se expandieron, y mi mente y espíritu llegaron a lugares no imaginados. Es alguien que entiende, comprende y vive la compasión, la misericordia y la consolación. Veo en él un ejemplo del Cristiano que busca la santidad desde lo cotidiano. Lo reconozco como un gran maestro y mi gratitud está con él desde siempre. Su nombre:  ¡Salvador Medina!



[1] Cuando el discurso está orientado al entendimiento entendemos que la función primordial del lenguaje es alcanzar un entendimiento mutuo entre los hablantes, buscando la comprensión recíproca y la resolución de conflictos a través del diálogo y la argumentación; en cambio el discurso orientado a la acción por lo general busca influir estratégicamente en las decisiones de los otros. 

Prefilosófico IMC, 1989, Manizales

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