Reconocimiento al P. Salvador Medina IMC
Éramos doce jóvenes recién llegados a la ciudad
de la eterna primavera desde diferentes partes del país con la ilusión de iniciar un camino por la vida misionera
bajo la protección de la Virgen Consolata. La tercera noche de esta nueva experiencia,
se presentó una disputa por el uso de la televisión (en aquellos tiempos solo
contábamos con dos canales de televisión y en la casa donde vivíamos soló había
un televisor); un grupo quería ver una película y los otros queríamos ver un
partido de la selección Colombia.
La discusión se centraba en cuál programa era más importante. Se argumentaban los pro y contras, se proponían alternativas basadas en la suerte (cara y sello) o en una elección (mayoría de votos). En medio del calor de la discusión pasaba por allí el padre formador y todos nos dirigimos a él, como figura de autoridad, y le expusimos la situación, queríamos saber su opinión y, además, su decisión: ¿película o partido? Con sus brazos cruzados debajo de su ruana boyacense, nos dijo con su tono de voz tranquilo: “ustedes están aquí para vivir una experiencia de crecimiento personal desde la misión, definan cuál actividad les aportará más en ese propósito”, sonrió y se alejó. Nosotros nos miramos y sin decir una sola palabra apagamos el televisor y nos fuimos a nuestras habitaciones, en mi caso a leer el libro de arena de Borges.
Después de la experiencia de La Consolata,
mientras estudiaba sociología, me interese por la discusión entre modernidad vs
posmodernidad, y en medio de toda la cascada de teorías filosóficas y
discusiones epistemológicas entre explicación vs comprensión, era lógico que apareciera la Teoría de la Acción Comunicativa de Jürgen Habermas. Asistía a la clase de
filosofía analítica que dirigía el profesor Gonzalo Ordoñez en la Universidad
Autónoma de Bucaramanga, y cuando éste explicaba que el fundamento de la
racionalidad comunicativa es el discurso orientado al entendimiento y no a la
acción[1],
mi pensamiento viajó a los tiempos de La Consolata y entonces comprendí que en ese fundamento teórico
se basaba el modelo pedagógico de aquel
padre formador.
Aquella experiencia del televisor fue la
primera en un año cargado de encuentros y desencuentros propios de la edad, los
contextos (Medellín, Pasacaballos, Manizales) y las crisis necesarias en la búsqueda
de lo que somos; pero el maestro formador siempre estaba allí, con sus
conocimientos, sabiduría y, por sobre todo, con su ejemplo. A la mejor manera
de Jesús hablándole a sus discípulos con parábolas, él nos marcaba el camino
provocando la reflexión para que cada uno tomara las decisiones que considerará
más convenientes.
Gracias a este hombre de baja estatura, sencillo, nativo de Aguadas Caldas y Mariano por convicción, los horizontes de mi vida se expandieron, y mi mente y espíritu llegaron a lugares no imaginados. Es alguien que entiende, comprende y vive la compasión, la misericordia y la consolación. Veo en él un ejemplo del Cristiano que busca la santidad desde lo cotidiano. Lo reconozco como un gran maestro y mi gratitud está con él desde siempre. Su nombre: ¡Salvador Medina!
[1]
Cuando el discurso está orientado al entendimiento
entendemos que la función primordial del
lenguaje es alcanzar un entendimiento mutuo entre los hablantes, buscando la
comprensión recíproca y la resolución de conflictos a través del diálogo y la
argumentación; en cambio el discurso orientado a la acción por lo general busca
influir estratégicamente en las decisiones de los otros.
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