Corría el año 2014 y ya habían pasado catorce años desde mi última formación universitaria cuando decidí volver a las aulas para estudiar una maestría. El tiempo transcurrido me llenaba de inquietudes y ansiedad: ¿cómo serían ahora las clases?, ¿acaso todavía se usarían cuadernos y fotocopias? Yo mismo me respondí que no, y salí corriendo a comprar un iPad para tomar notas y llevar conmigo todo el material de lectura. También leí varios textos sobre pedagogía moderna y, además, releí mi propia monografía, escrita a mediados de los años noventa cuando me gradué como especialista en docencia universitaria, titulada “De la teoría de la acción a la acción pedagógica”. En ella, intenté introducir el concepto de “acción”, inspirado en la teoría de la acción comunicativa, en el debate educativo. Quería proponer un nuevo paradigma pedagógico, basado en el diálogo, la reflexión crítica y la comprensión mutua, frente a los viejos modelos conductistas.
Me imaginaba, entonces, un escenario vibrante de intercambio: un profesor atento a la diversidad de saberes de sus estudiantes, que estimulara la investigación, celebrara las ideas nuevas y promoviera el pensamiento libre. Sin embargo, la realidad me golpeó con una fuerza casi melancólica: allí estaba el mismo profesor de los años 90 (que ya era el mismo de los 80 y los 70) frente al mismo tablero, con los mismos marcadores, las mismas fotocopias y las inmortales diapositivas de Power Point.
De esta experiencia concluí que en Colombia, la educación (básica y superior) sigue aferrada a modelos que ya no responden a las preguntas del presente. Entonces recordé que, desde los años noventa, se ha intentado comprender y transformar la experiencia de los estudiantes en el sistema educativo colombiano, dándoles voz propia, como lo hizo la Fundación FES con el Proyecto Atlántida, publicado en cinco volúmenes en 1995.
Recuerdo que de esa investigación surgieron dos conclusiones: 1) “El tiempo social no es el tiempo de la escuela”; 2) “A los jóvenes les gusta ir a la escuela porque es el único lugar en que los adultos aprueban encontrarse con sus pares”. Ahora, es justo reconocer que la educación en Colombia ha experimentado avances desde los años noventa, hoy existe una mayor conciencia sobre la importancia del tiempo social de los estudiantes, y algunas instituciones han intentado adaptar sus ritmos y prácticas a las realidades juveniles; sin embargo, la rutina escolar sigue girando en torno al calendario tradicional y las lógicas del profesor. El diálogo entre maestros y adolescentes ha encontrado más espacios, pero sigue habiendo una distancia significativa pues los jóvenes, aunque ahora con más voz, muchas veces continúan asistiendo a la escuela más por la convivencia con sus pares que por la promesa de un aprendizaje vibrante. En resumen, la brecha entre la escuela y la vida real, entre la innovación que proclamamos en el discurso y la práctica cotidiana del aula, todavía permanece abierta y desafiante
El verdadero desafío de la educación en Colombia no radica tanto en lo tecnológico ni siquiera en lo curricular, sino en lo pedagógico y lo ético. Se trata, ante todo, de transformar la relación entre quienes enseñan y quienes aprenden, de atrevernos a cuestionar el hábito de habitar aulas donde el tiempo parece detenido y la vida, los conflictos y la creatividad quedan fuera de sus muros. ¿Por qué continuamos resignados a un aula sin preguntas, sin controversias, sin pulso vital?
Necesitamos un modelo educativo que se atreva a desaprender. Que cuestione los rituales vacíos de la academia, que abandone la fascinación por el “contenido” como si el conocimiento fuese mercancía embotellada. Que entienda que saber no es acumular datos, sino construir sentido en común.
¿Y si en vez de conferencias repetitivas tuviéramos círculos de pensamiento? ¿Y si las clases no fueran monólogos, sino laboratorios donde el error no se castiga sino que se estudia? ¿Y si la evaluación dejara de ser un filtro para convertirse en un espejo?
La educación en Colombia no cambiará desde arriba, por decreto, ni desde afuera, por moda. Cambiará desde adentro, cuando cada actor —profesor, estudiante, institución— se atreva a revisar sus certezas. A nombrar sus miedos. A imaginar otros caminos.
“La educación es un proceso de culturización: un paso a una forma de vida. Su medio es la lengua y la experiencia; su método, el diálogo y, su producto, la cultura. Únicamente se logra cuando un estudiante cambia de vida, no cuando sólo cambia un rinconcito de su cabeza.” (Young, R. 1993)
Escuchar PODCAST: https://www.youtube.com/watch?v=tNO50mijp0Y
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