"Fíjense bien, por favor, en que Moisés no incluyó entre los diez mandamientos el de «¡No mentirás!». ¡No fue una casualidad! Porque quien dice «¡No mientas!» tiene que decir antes «¡Responde!», y Dios no le dio a nadie el derecho a exigir de otro una respuesta... «¡No mientas!», «¡Di la verdad!», son palabras que no debemos dirigir nunca a otra persona en la medida en que la consideremos como a un igual." (Kundera, M. La inmortalidad)
Kundera no solo lanza una provocación; toca la herida que define la frontera entre el respeto y la violencia. La desigualdad más radical no es económica ni política; es la que existe entre quien tiene el privilegio de interrogar y quien se ve condenado a responder. En ese acto de exigir una respuesta reside una forma de dominación que busca colonizar lo más íntimo: el alma.
Este derecho al misterio tiene un eco teológico profundo.
En la tradición judeocristiana, el ser humano está hecho a imagen de un Dios
que, si bien se manifiesta, nunca se deja poseer por completo. Es un Dios que
se revela y, sin embargo, permanece oculto; que habla y al mismo tiempo guarda
silencio. Ese silencio no es vacío, sino plenitud: el espacio donde se afirma
su soberana libertad. Si somos imagen de ese Dios, compartimos también el
derecho sagrado a la opacidad, a ser guardianes de nuestra propia interioridad.
Por ello, la verdad no es un
mandato, sino una posibilidad que solo adquiere valor moral cuando brota de la
libertad. Una verdad arrancada bajo coacción es una confesión vacía,
despojada de dignidad. La verdad auténtica no es
un trofeo que se arrebata, sino un don que se ofrece. Es un acto de
confianza y entrega, no de sumisión.
No se defiende aquí el silencio cómplice que ampara la
injusticia, sino el silencio digno que protege el último bastión de la
libertad: la conciencia. En una era digital que
convierte el silencio en sospecha y la intimidad en una ofensa, esta lección de
Moisés resulta profética. La exigencia de una transparencia total es una
tiranía moderna que nos pretende esclavos, seres sin pliegues ni secretos. Resistir esa "colonización de la conciencia"
es un acto de dignidad espiritual.
Quizá, entonces, lo más sagrado no
sea el deber de decirlo todo, sino el derecho a preservar ese santuario
interior donde decidimos cuándo, cómo y a quién revelamos una parte de nuestro Ser. Porque en
esa libertad de callar habita, todavía, la imagen de un Dios que habla cuando
quiere y calla cuando lo considera necesario. Y tal vez, en ese
silencio, se nos recuerde que lo humano es inseparable de su misterio.
1 comentario:
Misterioso y real
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