Desde sus orígenes, la sociología —como otras ciencias humanas— ha
enfrentado una tensión epistemológica fundamental: ¿es posible estudiar a
los seres humanos con la misma lógica explicativa que se aplica a los fenómenos
naturales? Esta pregunta ha recorrido la historia del pensamiento moderno
desde Comte hasta nuestros días, generando una fractura entre dos formas de
entender el conocimiento: la explicación causal, propia de las ciencias de la
naturaleza, y la comprensión del Sentido, propia de las ciencias humanas. Esta
distinción, formulada con claridad por Wilhelm Dilthey y posteriormente
enriquecida por Max Weber, ha sido una brújula para quienes ven en la vida
humana no simplemente un objeto observable, sino un entramado de significados.
Sin embargo, en los últimos años, asistimos a un fenómeno preocupante: el resurgimiento de metodologías cuantitativas y modelos predictivos en el análisis de fenómenos humanos, como si la sociología pudiera —y debiera— convertirse en una especie de "ciencia dura" capaz de anticipar conflictos sociales, comportamientos colectivos o decisiones individuales con la precisión de una ecuación. Este giro metodológico parece una reedición del viejo sueño positivista de Auguste Comte de construir una ciencia de la sociedad basada en leyes generales, objetivas y universales.
Este retorno al objetivismo es, en la perspectiva de Habermas, un síntoma de una racionalidad instrumental que ha colonizado los territorios de la subjetividad. Habermas distingue entre tres intereses del conocimiento: el técnico, orientado al control y la predicción; el práctico, que busca la comprensión intersubjetiva; y el emancipatorio, que persigue la autorreflexión y la liberación de condiciones de dominación. Las ciencias de la naturaleza responden principalmente al primer interés; las ciencias humanas, al segundo y al tercero.
Por tanto, cuando la sociología —o disciplinas afines— adopta modelos predictivos como si se tratara de ciencias naturales, está cediendo al imperativo de la eficiencia técnica y olvidando su vocación crítica y comprensiva. Sin embargo, este giro metodológico no es neutro, implica una transformación en la forma en que concebimos al ser humano, no ya como Sujeto dotado de Sentido, sino como objeto de análisis, un dato procesable, o una variable calculable y predecible. La consecuencia de ello es una despolitización del pensamiento social, una pérdida de profundidad hermenéutica y, en última instancia, un debilitamiento de la capacidad crítica de las ciencias humanas.
El afán por cuantificar, medir y predecir no sólo empobrece la comprensión del mundo social, sino que reproduce formas de dominación al presentar como naturales y necesarias estructuras sociales que son, en realidad, el resultado de procesos históricos que pueden cambiar. La lógica de la explicación causal contribuye a encubrir relaciones de poder y debilita la capacidad del pensamiento crítico.
Ahora bien, esto no significa rechazar por completo el uso de herramientas cuantitativas o de modelos formales en las ciencias humanas. El punto crucial es epistemológico y ético: ¿para qué y desde dónde se construyen esas herramientas? Una sociología que se limite a describir regularidades sin interrogar su Sentido, o que pretenda predecir conflictos sin atender a las condiciones históricas y culturales que los producen, se convierte en una ciencia vacía de Sujeto y de Mundo.
El reto de las ciencias humanas no es parecerse más a las ciencias naturales, sino profundizar en su capacidad de comprender los sentidos, los discursos, las prácticas y los conflictos que constituyen lo humano. Esto requiere no una vuelta al positivismo, sino una revitalización del pensamiento crítico, capaz de reconocer la pluralidad de racionalidades, la historicidad de las verdades y la densidad simbólica de las acciones sociales.
Habermas nos recuerda que la
racionalidad comunicativa —a diferencia de la racionalidad instrumental— se
basa en el diálogo, la intersubjetividad y la búsqueda de entendimiento mutuo.
Desde esta perspectiva, la tarea de la sociología no es predecir el futuro como
si la sociedad funcionara como una máquina, sino abrir espacios de comprensión,
deliberación y emancipación. Comprender una acción no significa simplemente
anticiparla, sino reconstruir los motivos, los contextos, las historias y las
estructuras simbólicas que le dan sentido. La sociología, en su vocación más
profunda, no nació para predecir, sino para dar voz al significado de las
prácticas humanas. El gran riesgo que enfrentamos hoy es que, en la
búsqueda de legitimidad científica, perdamos nuestra alma crítica.
El crecimiento del Big
Data, la inteligencia artificial y los algoritmos ha hecho pensar que podemos
predecir todo lo que hace una persona con solo analizar datos. Hoy se habla de
modelos que intentan anticipar desde decisiones de consumo hasta posibles protestas
sociales. Aunque estas herramientas son valiosas, también corren el riesgo de
simplificar demasiado la realidad humana, convirtiendo a las personas en
simples números y dejando de lado su contexto, emociones y motivaciones reales.
Entender esto es clave para tomar decisiones más acertadas y humanas en las
organizaciones.
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