La política colombiana lleva siglos jugando a los bandos. A mediados del siglo XX se mataba por un color -rojo liberal o azul conservador- que pocas veces se entendía en sus principios doctrinarios; bastaba un pañuelo, una peinilla o una consigna para empuñar los machetes y eliminar al adversario. Setenta años después, los colores han cambiado, los machetes se transformaron en hashtags y la escenografía pasó de la vereda a la pantalla, pero la lógica tribal permanece intacta. Ya no se grita "godos" o "cachiporros", sino “derecha” o “izquierda”, reducidas a personalismos como “uribistas” o “petristas”, “paracos” o “guerrillos”, con la misma pasión ciega con que antes se agitaba el trapo rojo o azul proclamando “¡viva el partido tal!”. Y aunque la forma sea distinta, el efecto sigue siendo igual: la razón se eclipsa, la emoción toma el mando y la violencia encuentra su excusa perfecta.
El atentado contra el senador Miguel Uribe Turbay (por nombrar un hecho reciente) lo confirma: un joven reclutado para disparar resume la paradoja de una sociedad urbana, educada al menos hasta el bachillerato, que sin embargo sigue resolviendo sus diferencias con pólvora. La indignación apenas duró un ciclo noticioso y luego la conversación volvió a su cauce binario. Unos culpan a la retórica incendiaria del Gobierno, otros a conspiraciones de la oposición y, mientras tanto, la espiral continúa. Mientras en los discursos se invoca “el cambio”, la “paz total”, el "orden" o "la seguridad", detrás de cada lema palpita el viejo reflejo de señalar al contrario como una amenaza a la existencia propia.
Lo más inquietante es la aparente sofisticación del nuevo público, pues ya no son campesinos aislados ni analfabetas funcionales, sino jóvenes educados en colegios y universidades, públicas y privadas, conectados a tecnologías y lecturas que deberían facilitarles la identificación de matices. Sin embargo, esas mismas plataformas digitales que ofrecen conocimiento infinito también distribuyen indignación inmediata, y la indignación, como antes el miedo, se impone como una maestra autoritaria: premia el grito y castiga la duda. De este modo, la etiqueta ideológica se convierte en identidad absoluta y la política en una guerra de memes, donde exhibir pureza moral vale más que debatir soluciones.
¿Estamos condenados a repetir esta historia? No necesariamente. Colombia también da señales de agotamiento frente a la polarización: encuestas recientes revelan que la mayoría silenciosa continúa resistiendo las etiquetas. Colectivos juveniles impulsan cabildos ciudadanos que no comienzan preguntando "¿de qué lado estás?", sino "¿qué hacemos con el agua, con la seguridad, con la educación?". Ahí se encuentra una posible salida: recuperar el concepto de lo común, rescatar la palabra del insulto fácil y devolverle su esencia original: ser un puente al entendimiento y no un arma de aniquilamiento.
Porque la palabra honesta sigue siendo el gesto político más radical. Quizás no desactive bombas ni cambie decretos inmediatamente, pero marca un rumbo claro: obliga a reconocer la humanidad del adversario, expone las trampas del discurso simplista y abre un espacio vital para que la realidad se cuele entre los eslóganes. Si el machete del ayer sembró rencor, que el diálogo de hoy siembre entendimiento; si el tuit hiriente aviva la hoguera, que la conversación pausada logre apagarla.
Colombia se enfrenta nuevamente a una elección fundamental: permitir que los extremos dicten su destino o atreverse a conversar más allá de las trincheras. El pasado demuestra que la violencia nunca resolvió las disputas de ideas; el presente advierte que la furia digital puede traducirse en muertes reales; y el futuro, todavía abierto, dependerá de la valentía ciudadana para transformar los insultos en argumentos y los miedos en proyectos compartidos.
La polarización prende rápido; la reconciliación se cocina lento. Pero, como enseña la historia y confirma el sentido común, lo segundo siempre alimenta mejor.
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