El bravucón es aquel individuo que intimida por sus rasgos y ademanes duros a aquellos que considera están en desventaja física frente a él. Pero el bravucón es solo apariencia, pues apenas se ve frente a alguien de mayor jerarquía o poder agacha la cabeza como un manso cachorro.
Los bravucones están en todas partes y han existido siempre: en el barrio, en el colegio, en la religión y en la política, hay que ver al algunos dirigentes que frente a las cámaras de televisión gritan, insultan, señalan, acusan y ordenan ya sea a un general la captura de un congresista, la movilización de batallones hacia la frontera o la invasión de algún territorio considerado enemigo de la humanidad. El bravucón se embriaga de su propio poder sin medir las consecuencias.
Lo malo del asunto es que cuando el bravucón, ya no es el niño grande y gordo del barrio sino alguien que esta expuesto a los medios casi las veinticuatro horas del día y constituye un referente de la ley, el orden y la moral, incidiendo de manera directa en el proceso de socialización de niños y jóvenes, eso se traduce en una cultura de la bravuconería, que se hace notoria en la actitud de muchas personas que ante cualquier incidente en el espacio público, agitan la mano señalando con el índice, al tiempo que expresan la maniaca frase “usted no sabe quien soy yo”.
Por regla general el bravucón es frentero porque se siente seguro de su fuerza o el respaldo de alguna institución, persona o grupo; pero también hay bravucones que son viles cobardes, que bajo la cortina de un seudónimo se explayan en insultos y comentarios viscerales en los famosos foros de discusión virtuales; también hay bravucones de salón, como aquel joven amigo furibundo y seguidor delirante de los discursos presidenciales que enfatizan en la fuerza como instrumento principal de la seguridad pero que al ser requerido por esa institucionalidad militar, que defiende de manera acérrima en clubes, cócteles, parques y rumbeaderos, entonces palidece y paga escondederos…
Infructuosos son los esfuerzos por consolidar ambientes democráticos en el barrio, la casa o la escuela si el ejemplo diario, y lo que funciona, en la resolución de conflictos no es el diálogo sino la fuerza autoritaria que emana del poder.
La cultura del bravucón se expande por América Latina, cada quien quiere ser el niño grande y gordo que intimida a los demás, cuando en realidad todos están flacos, sutes y escuálidos, los que los hace una caricatura para los demás.
Los bravucones están en todas partes y han existido siempre: en el barrio, en el colegio, en la religión y en la política, hay que ver al algunos dirigentes que frente a las cámaras de televisión gritan, insultan, señalan, acusan y ordenan ya sea a un general la captura de un congresista, la movilización de batallones hacia la frontera o la invasión de algún territorio considerado enemigo de la humanidad. El bravucón se embriaga de su propio poder sin medir las consecuencias.
Lo malo del asunto es que cuando el bravucón, ya no es el niño grande y gordo del barrio sino alguien que esta expuesto a los medios casi las veinticuatro horas del día y constituye un referente de la ley, el orden y la moral, incidiendo de manera directa en el proceso de socialización de niños y jóvenes, eso se traduce en una cultura de la bravuconería, que se hace notoria en la actitud de muchas personas que ante cualquier incidente en el espacio público, agitan la mano señalando con el índice, al tiempo que expresan la maniaca frase “usted no sabe quien soy yo”.
Por regla general el bravucón es frentero porque se siente seguro de su fuerza o el respaldo de alguna institución, persona o grupo; pero también hay bravucones que son viles cobardes, que bajo la cortina de un seudónimo se explayan en insultos y comentarios viscerales en los famosos foros de discusión virtuales; también hay bravucones de salón, como aquel joven amigo furibundo y seguidor delirante de los discursos presidenciales que enfatizan en la fuerza como instrumento principal de la seguridad pero que al ser requerido por esa institucionalidad militar, que defiende de manera acérrima en clubes, cócteles, parques y rumbeaderos, entonces palidece y paga escondederos…
Infructuosos son los esfuerzos por consolidar ambientes democráticos en el barrio, la casa o la escuela si el ejemplo diario, y lo que funciona, en la resolución de conflictos no es el diálogo sino la fuerza autoritaria que emana del poder.
La cultura del bravucón se expande por América Latina, cada quien quiere ser el niño grande y gordo que intimida a los demás, cuando en realidad todos están flacos, sutes y escuálidos, los que los hace una caricatura para los demás.
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