Parecía más un habitante de la
calle que un trabajador informal, sin embargo llevaba consigo un cajón y los
elementos necesarios para lustrar zapatos; así lo conocí en los momentos en que
podía disfrutar un café en la panadería que estaba cerca de la oficina donde
trabajaba. Una de esas mañanas del mes de marzo de 2007, el hombre se acercó a
lustrar mis zapatos, conversamos sobre el clima y las generalidades de la vida,
de repente mi mirada se posó en la perra que siempre lo acompañaba, una bóxer
atigrada con pecho blanco; por su condición me di cuenta que recién había
parido perritos, le pregunte al hombre dónde los tenía y me dijo con
satisfacción que los había vendido y haciendo una sonrisa con algo de malicia,
fue destapando una bolsa de basura negra, que cargaba sin ningún cuidado y de
allí sacó a un cachorrito, el último que tengo -me dijo, lo tomé en mis manos y
vi que era hembra. En principio creí que estaba muerta pues no se movía, tenía
la mirada perdida y la expresión triste en su hocico. Sentí un gran pesar por
esta creatura, le dije que la quería, le diez mil pesos y me la llevé a casa.Era
un animal muy pequeño, cabía en la palma de mi mano.
Ya de regreso a casa sabía que la
perrita se llamaría Lulú, en recuerdo de otra mascota que tuvo una sobrina y
murió por ingerir veneno. Una vez en casa la lleve al veterinario para que le
hiciera un baño y la desparasitara. Me dijo que tenía muchos bichos, tanto por
dentro como por fuera, que en ese estado no hubiera podido sobrevivir más que
un par de semanas más.
Fue creciendo poco a poco y no
salió Boxer como la mamá, era un ejemplar criollo, común y silvestre. Se
acostumbró a comer comida de sal, comía las sobras que recogía en la casa de mi
mamá y cuando no era posible le compraba salchichón en la tienda o le hacía un
caldo con algún hueso. Cuando ya tuvo su tamaño de adulta, en la veterinaria le
hicieron un corte estilo Cocker, lo que daba un aire de finesa y coquetería que
despertaba la curiosidad de los transeúntes.
Como todo evoluciona, parece que
los perros de hoy son más “finos” que los de antes; recuerdo que “mister” un
perro de mis primos que en los tiempos de la infancia, iba de casa en casa
comiendo desperdicios y era gordo y sano; en cambio Lulú se enfermó y tuvo que
cambiar la dieta.
Ya en nueva casa se encontró con “Martín” un Samoyedo que
tenía desde hacía unos años atrás. Con él aprendió a comer el concentrado,
creamos una rutina de salir a caminar todos los días en la mañana y los fines
de semana una vuelta larga en compañía de mi esposa. Los perros saltaban de
alegría al ver la cuerda de paseo, ladraban y se agitaban. Lulú corría de un
lado a otro y daba saltos como una cabra montesa. En la calle, a veces la
soltaba de la cuerda, y corría de un lado a otro, se agachaba en estilo
cazador, como asechando a una presa, tenía mucha energía para quemar, siempre
inquieta y saltarina se ganó el apodo de “la loca”.
La Loca de Lulú, estuvo conmigo
por seis años, me acompañó en muchos momentos de alegría y de soledad cundo me
sentaba meditabundo a mirar la ciudad por el balcón del apartamento, cuando leía
un libro o miraba televisión Lulú siempre estaba ahí, a mis pies y con la misma
fidelidad de siempre dormía en la puerta de mi habitación. Dicen que los perros
viven solo el presente por eso no guardan rencor a sus amos, a pesar de los
regaños, Lulú siempre saltaba, ladraba y movía la cola desde que me veía
llegar, desde el balcón, aun a cuadras del edificio. Reconoció el pito del
carro cuando anda en reversa y cuando lo escuchaba alertaba a toda la casa
anunciando mi regreso.
Con la llegada de mis hijos a mi
apartamento, mi mamá, en una muestra de extrema generosidad la acogió en su
casa; allí encontró el cariño de ella que la sacaba a pasear todos los días, de
Juan Diego que fue conociendo sus hábitos, de “La Gorda” y de todos mis
hermanos que se acostumbraron a saludarla y despedirse de ella como si fuera un
miembro más de la familia.
Lulú siempre fue una perra
nerviosa, asustadiza, pero cuando iba conmigo se sentía protegida y tranquila,
levantaba la cola y alzaba las orejas. Al final de sus días estuvo entre mis
piernas, lamió mis manos como una muestra de su
gratitud y lealtad. Al final la dejé en la veterinaria, con su cara de
loquita, esperando recogerla a mi regreso…. Ahora que regreso, Lulú ya no está.
La enfermedad la consumió en tiempo récord. Por ahora está en mis recuerdos y
descansa en Paz.
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