En los proyectos de infraestructura vial, minería o hidrocarburos, la gestión social ha sido definida como un componente integral que consolida programas, proyectos y actividades para prevenir, mitigar y atender riesgos sociales, así como para incrementar oportunidades y beneficios para las comunidades. En teoría, su valor es incuestionable. Pero en la práctica, muchas veces, queda reducida a un conjunto de actividades predeterminadas en los contratos o los Planes de Manejo y que son ejecutadas de forma mecánica por los equipos sociales, sin aprovechar su verdadero potencial transformador
Sin embargo, quienes trabajamos en este campo sabemos que la
gestión social tiene un potencial mucho mayor. Los gestores sociales no somos
simples operadores de actividades, somos —o deberíamos ser— agentes de cambio.
Tenemos las herramientas, los conocimientos y las competencias para convertir
los programas sociales en verdaderos catalizadores de desarrollo, cohesión
comunitaria y sostenibilidad.
¿Por qué,
entonces, tantas veces nos resignamos a cumplir apenas lo estipulado en los
términos de referencia?
Una posible
respuesta es la estructura misma de los proyectos. Las dinámicas de ejecución
—marcadas por cronogramas apretados, presupuestos rígidos y una fuerte presión
por cumplir metas de ingeniería— dejan poco espacio para que lo social se
incorpore al debate estratégico. Con frecuencia, los equipos sociales son
llamados al final, cuando ya todo está decidido, para “acompañar” o “mitigar”
los impactos. Esto no solo reduce el margen de acción, sino que empobrece la
riqueza técnica que la gestión social puede aportar.
Pero otra
razón, quizás más autocrítica, es que a veces los mismos gestores sociales
caemos en la trampa del cumplimiento mínimo. Nos centramos en ejecutar
actividades, llenar reportes y archivar evidencias, sin cuestionarnos si esas
acciones responden realmente a las complejidades del territorio, las
expectativas de la comunidad o las oportunidades de generar valor compartido.
Necesitamos
un cambio de enfoque. La gestión social debe dejar de ser vista como un relleno
o un comodín para convertirse en un pilar estratégico de los proyectos. Esto
implica varias cosas:
Primero, reconocer
que detrás de cada programa social hay un ejercicio técnico que requiere
lectura de contexto, análisis de actores, comprensión de dinámicas sociales y
culturales, además de la capacidad de anticipar riesgos. Un programa de
participación ciudadana no es solo convocar reuniones; es abrir espacios
genuinos de diálogo; un plan de empleo local no es solo cumplir cuotas, es
pensar en cómo fortalecer capacidades en la comunidad; un programa de inversión
social no es solo repartir beneficios, es construir alianzas que perduren más
allá del proyecto; un programa de reasentamiento es más que trasladar familias
de un lugar a otro; es acompañar procesos de reconstrucción de proyectos de
vida, garantizar medios de vida sostenibles y asegurar que las familias puedan
arraigarse y prosperar en su nuevo entorno
Segundo, debemos
atrevernos a proponer. Los gestores sociales debemos ser parte de las
discusiones estratégicas del proyecto. Podemos y debemos llevar a la mesa ideas
innovadoras, alertas tempranas, insumos técnicos que permitan ajustar las
intervenciones sociales para que sean más pertinentes, inclusivas y
sostenibles. Cumplir es apenas el piso, no el techo.
Tercero, es
fundamental fortalecer las capacidades del propio equipo social. Esto incluye
formación continua en temas como análisis de conflicto, gestión de riesgos
sociales, enfoques diferenciales, comunicación intercultural y evaluación de
impacto social. Si no elevamos nuestro propio estándar, será difícil exigir que
se nos reconozca como interlocutores de peso en los proyectos.
Cuarto, los gestores sociales deben estar empoderados para resolver
conflictos in situ y no ser simples notarios de lo acontecido, esperando que
otros lo resuelvan. La gestión social efectiva implica capacidad de mediación,
negociación y respuesta inmediata frente a tensiones o desacuerdos que surgen
en el territorio. El gestor social no puede limitarse a levantar actas o
transmitir reportes a instancias superiores; debe contar con el respaldo y la
autonomía suficiente para intervenir de manera oportuna, construir soluciones
en conjunto con las comunidades y prevenir la escalada de los conflictos. Este
empoderamiento requiere no solo competencias técnicas, sino también confianza
por parte de las empresas y los equipos directivos.
Finalmente, debemos
posicionar la gestión social como un factor de reputación corporativa y de
licencia social para operar. Las empresas que entienden esto no solo logran
cumplir sus metas, sino que construyen relaciones de confianza que son clave
para su sostenibilidad a largo plazo. Las que no, siguen atrapadas en la vieja lógica
del conflicto y la compensación.
La gestión
social tiene la oportunidad —y la responsabilidad— de enaltecerse. No como un
apéndice burocrático, sino como un componente esencial del desarrollo
sostenible. Como gestores sociales, no nos conformemos con cumplir:
transformemos.
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