Hay experiencias que nos marcan más allá del recuerdo: en la piel, en la voz, en la forma de mirar de sentir. El amor es una de ellas.
En esta época donde todo se acelera y se cuantifica obsesivamente con número de likes, estadísticas, algoritmos, métricas de éxito, etc., hablar de amor es casi un acto revolucionario. Porque amar exige detenerse cuando todo corre, exponerse cuando todo se esconde, desarmarse cuando todo se protege. Es recordar que la vida, con todo su aparente absurdo y caos, aún puede transformarse en un territorio habitable si alguien nos espera al otro lado del día, nos escucha más allá del ruido o pronuncia nuestro nombre como quien descubre un secreto valioso.
Amar puede ser una conmoción del cuerpo y la imaginación. El amor pasional, exaltado por los griegos como eros, nos lanza a hablar en segunda persona plural antes de haber comprendido su compleja gramática. Es deseo ardiente de fusión, anhelo por disolver los límites entre el yo y el tú, urgencia por habitar al otro y ser habitado hasta los huesos. Un amor que enciende sonetos apasionados, canciones desesperadas, promesas eternas. Pero también uno que inevitablemente se quiebra con el tiempo, porque no sabe quedarse quieto: o se transforma o muere en su propia intensidad. Cuando el vértigo inicial cede y las pieles se separan después del encuentro, aparece la fragilidad humana en toda su dimensión y entonces amar se convierte en espejo implacable: ya no vemos al otro idealizado, sino a nosotros mismos, desnudos y vulnerables. Es ahí, como advertía Sartre, donde el amor puede volverse una cárcel sofocante si pretendemos encerrar en él la libertad indomable del otro.
Existe otro amor más silencioso, menos celebrado pero igual de decisivo en la construcción de nuestra humanidad: la amistad. Una forma de amar que no exige espectáculo ni declaraciones grandilocuentes; es un amor que se cuece a fuego lento sin manifestaciones ruidosas. Este amor es una presencia constante en la ausencia física, escucha atento en medio de la prisa universal, es lealtad sin contrato ni condiciones, pues amar a un amigo es reconocerlo en su propio camino, sin pretender dirigir sus pasos ni corregir su rumbo. Es acompañar sin invadir, sostener sin asfixiar y en ese pacto tácito de respeto profundo y ternura cotidiana, se teje un afecto resistente, capaz de sobrevivir a la erosión implacable del tiempo y las circunstancias.
También existe aquel amor que trasciende la reciprocidad: el amor fraterno. Es el amor que se derrama sin calcular el retorno, que reconoce la dignidad intrínseca del otro incluso en sus ruinas más desoladoras. Es el amor de quien cuida sin buscar aplausos, de quien escucha sin interrumpir ansiosamente y de quien sirve sin imponer condiciones. En un país como Colombia, herido profundamente por la exclusión histórica, la desigualdad estructural y la violencia simbólica normalizada, este amor adquiere un matiz inevitablemente político: implica mirar al otro como legítimo interlocutor, incluso cuando nos han enseñado sistemáticamente a temerlo o a ignorarlo. El amor fraterno es en palabras del papa Francisco, una apuesta decidida por la cultura del encuentro y en palabras más íntimas y cotidianas, un descanso profundo para el corazón agotado.
Hay, además, un amor que no elegimos inicialmente, pero que nos forma y moldea desde la raíz: el amor familiar. Ese afecto antiguo y fundacional que los griegos llamaban storgē, y que habita en gestos aparentemente mínimos: un plato servido con dedicación, una risa compartida en la mesa común, una canción de infancia que regresa sin previo aviso y que nos devuelve a nosotros mismos. Es el primer lenguaje del amor que aprendemos a descifrar, y muchas veces también el primero que cuestionamos y problematizamos en nuestra adolescencia. Pero si alguna vez fuimos amados sin condiciones, en medio de certezas tambaleantes y heridas que no se ven, algo en nosotros quedó encendido: una brújula emocional que nos guía, incluso cuando todo alrededor parece perder sentido.
Y está, por supuesto, el amor fundamental a uno mismo. No el del espejo narcisista que tanto prolifera en las redes sociales, sino el de la reconciliación profunda con lo que somos en esencia. Kierkegaard decía con agudeza que la desesperación existencial es no querer ser uno mismo. Amar(se) auténticamente es aceptar la propia historia con sus sombras inquietantes y sus luminosas posibilidades. Es dejar de buscar desesperadamente en otros el antídoto contra el vacío interior y, desde esa aceptación radical, amar sin coartadas ni dependencias. Porque nadie puede sostener genuinamente aquello que no ha aprendido primero a cuidar y valorar en sí mismo.
Todas estas formas de amor, por distintas que parezcan en su manifestación, están unidas por un mismo hilo invisible: amar es, en esencia, un acontecimiento de sentido en un mundo que parece haberlo perdido. Es pronunciar un sí rotundo a la vida, incluso cuando la vida parece absurda o insoportable. Es renunciar valientemente a la indiferencia cómoda, al cinismo protector, a la armadura emocional de quien se blinda para no sentir. Amar es aceptar la intemperie existencial, sabiendo que precisamente en ella también germina lo más auténticamente humano.
Hoy, cuando los afectos se comprimen artificialmente en emoticones prediseñados y los vínculos se miden obsesivamente en vistas fugaces y seguidores anónimos, hablar de amor con esta profundidad parece un acto romántico y anacrónico. Y efectivamente lo es. Pero no como evasión sentimental, sino como insurrección íntima contra la banalidad reinante. Amar, al final del día, es escribir obstinadamente en el mundo una palabra que no cabe en las estadísticas ni en los algoritmos: esperanza; y esa palabra, como el amor verdadero, no siempre se ve a simple vista. A veces solo se siente en las entrañas. Como un temblor secreto. Como la certeza inquebrantable de que el mundo, aunque frágil y herido, aún merece ser habitado con ternura radical y compromiso cotidiano.
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