Hay palabras que no solo nombran: respiran, laten, se cuelan en la sangre de una cultura. “Lungo”, por ejemplo, nació en los campamentos de los pozos petroleros de ECOPETROL en el corregimiento “El Centro” y en la refinería de Barrancabermeja, para señalar al trabajador raso, al obrero de manos curtidas que hace lo que nadie más quiere hacer.
Uno imaginaría que, tras obtener un diploma o instalarse en una oficina con aire acondicionado, el término quedaría colgado junto al overol, como una reliquia del pasado. Pero no: el “espíritu lungo”, ese compendio de gestos, tonos, lealtades y formas de estar en el mundo, se adhiere como aceite viejo a la piel y termina colándose en la universidad, en el congreso y hasta en la sobremesa del club social.
Una investigación reciente lo
confirma: más allá del Magdalena Medio, ese habitus popular se reinterpreta y
florece en los callejones de Medellín, en los barrios costeños, en los
litorales del Pacífico. Donde la precariedad obliga a la astucia, emerge la
estética de la funcionalidad sobre la apariencia, la solidaridad sin
aspavientos, el ingenio de calle. Incluso después del ascenso social, muchos
conservan el código: expresiones sabrosas, ropa sin etiqueta, la frente en alto
por no olvidar la cuna. No es folklore; es una estrategia de autenticidad en un
país donde se aplaude al “bien puesto” pero se castiga al que olvida de dónde
viene.
No faltará quien acuse al lungo de
“atrasado”, como si la modernidad exigiera pasar por el quirófano del buen
gusto. Pero en un mundo donde los algoritmos estandarizan la música, la ropa y
el deseo, la persistencia de estos rasgos populares es resistencia. Es decir:
aquí estamos. Frente al dogma de la etiqueta y al espejismo de una neutralidad
de clase, el lungo recuerda que la identidad no se cuelga en el perchero cuando
cambia el salario.
Este hallazgo va más allá de la
anécdota sociológica. Primero, desnuda la falacia de la “movilidad absoluta”:
escalar en lo económico no borra las cicatrices del origen, ni debería exigir
su ocultamiento. Segundo, lanza una advertencia a las políticas culturales
bienintencionadas que convierten lo popular en escenografía para turistas. El
“espíritu lungo” nos recuerda que la diversidad colombiana no se representa: se
vive, se trabaja, se encarna con terquedad y con orgullo.
Por eso el lungo sobrevive al uniforme corporativo y al máster en el exterior: porque en su acento, en su risa franca, en su forma de mirar el mundo, late la memoria de un país que se niega a traicionar sus raíces. Y eso, en tiempos de selfies y filtros, no es poca cosa. Lo que nos urge no es una modernidad con desarraigo, sino una prosperidad que abrace su historia sin pedir disculpas.
Así que la próxima vez que escuche
a alguien decir “es que ese sigue siendo un lungo”, pregúntele si lo dice con
desdén o con admiración. Tal vez descubra que, detrás de la etiqueta, habita
una lección de dignidad que Colombia entera, desde la mano callosa hasta el
bolígrafo Montblanc, todavía está aprendiendo.
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