La ciudad ya no es ese espacio para el encuentro con el otro o el disfrute del espacio público; ya no es el barrio el sitio donde los adolescentes podían correr, saltar, jugar futbolito o montar bicicleta; ya no es la esquina del barrio el sitio de los enamorados furtivos ni el lugar predilecto de los jóvenes para contar sus aventuras al sabor de unas cervezas; ya no es el parque el lugar donde los niños montaban en columpio, la rueda o el sube y baja, tampoco el lugar de las interminables historias y anécdotas de los pensionados; poco a poco desaparece la tienda de la esquina donde las señoras comentan los ‘chismes’ del barrio y la historias de tele-novela. Ahora la inseguridad nos ronda por doquier, los hábitos han cambiado y hemos hecho del progreso la mejor excusa para eludir el roce social y refugiarnos en cómodas celdas con sistemas de intercomunicación que evitan el contacto humano.
Nuestras ciudades han perdido su esencia para convertirse en un lugar ajeno y extraño (quizá por eso nadie se preocupa por su limpieza); un sitio donde nadie quiere estar pero al que toca acudir de manera obligada: al trabajo, pagar cuentas o comprar algo, y de inmediato volver a casa, lo más rápido posible, sin mirar por la ventanilla para no ver los habitantes de la calle con su mano estirada pidiendo limosna, o los desplazados con carteles explicando su tragedia, o los niños y niñas haciendo malabares para ganarse un centavito, o los avivatos que quieren aprovecharse de la buena intención de la gente. La sensación –y el imaginario- de inseguridad se ha apoderado de todos, nadie quiere hablar con un extraño, hacer un favor o dar la hora; se teme un raponazo, una lesión y hasta la muerte, peor aun se teme la indiferencia.
Poco a poca las ciudades se van convirtiendo en lugares hostiles, llenas de torres impenetrables con guardias de seguridad armados con pistolas, detectores de metal, perros temerarios y cámaras de vigilancia; para entrar en cualquiera de ellos hay que tener presente que todos somos sospechosos de ser terroristas hasta que no se demuestre lo contrario pasando por todos los controles.
Los barrios se cambiaron por conjuntos residenciales, donde igual hay guardias, perros y cámaras de vigilancia; cualquiera que no sea residente es un sospechoso. Los parques pasaron de ser espacios abiertos a lugares cerrados donde el que tiene dinero puede disfrutar de juegos, canchas y piscina, el que no disponga de ello debe contentarse con mirar desde la malla; la esquina del barrio es ahora el centro comercial, con vidrios y espejos por doquier; la tienda dio paso al supermercado donde se puede comprar de todo sin necesidad de hablar con nadie; los abrazos se transformaron en emoticones; despareció el cara a cara ahora solo se sabe ‘chatear’.
Adiós al barrio de casas abiertas, con señoras regando plantas y conversando desprevenidas en el antejardín y de niños patinando o corriendo con sus mascotas. La inseguridad nos ha llevado a vivir entre rejas para tener la extraña sensación de estar seguros en un mundo frio y solitario que da la apariencia de ser inmenso por la pantalla de la internet y la televisión.
Nuestras ciudades han perdido su esencia para convertirse en un lugar ajeno y extraño (quizá por eso nadie se preocupa por su limpieza); un sitio donde nadie quiere estar pero al que toca acudir de manera obligada: al trabajo, pagar cuentas o comprar algo, y de inmediato volver a casa, lo más rápido posible, sin mirar por la ventanilla para no ver los habitantes de la calle con su mano estirada pidiendo limosna, o los desplazados con carteles explicando su tragedia, o los niños y niñas haciendo malabares para ganarse un centavito, o los avivatos que quieren aprovecharse de la buena intención de la gente. La sensación –y el imaginario- de inseguridad se ha apoderado de todos, nadie quiere hablar con un extraño, hacer un favor o dar la hora; se teme un raponazo, una lesión y hasta la muerte, peor aun se teme la indiferencia.
Poco a poca las ciudades se van convirtiendo en lugares hostiles, llenas de torres impenetrables con guardias de seguridad armados con pistolas, detectores de metal, perros temerarios y cámaras de vigilancia; para entrar en cualquiera de ellos hay que tener presente que todos somos sospechosos de ser terroristas hasta que no se demuestre lo contrario pasando por todos los controles.
Los barrios se cambiaron por conjuntos residenciales, donde igual hay guardias, perros y cámaras de vigilancia; cualquiera que no sea residente es un sospechoso. Los parques pasaron de ser espacios abiertos a lugares cerrados donde el que tiene dinero puede disfrutar de juegos, canchas y piscina, el que no disponga de ello debe contentarse con mirar desde la malla; la esquina del barrio es ahora el centro comercial, con vidrios y espejos por doquier; la tienda dio paso al supermercado donde se puede comprar de todo sin necesidad de hablar con nadie; los abrazos se transformaron en emoticones; despareció el cara a cara ahora solo se sabe ‘chatear’.
Adiós al barrio de casas abiertas, con señoras regando plantas y conversando desprevenidas en el antejardín y de niños patinando o corriendo con sus mascotas. La inseguridad nos ha llevado a vivir entre rejas para tener la extraña sensación de estar seguros en un mundo frio y solitario que da la apariencia de ser inmenso por la pantalla de la internet y la televisión.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario