El
disparo que intentó silenciar a Miguel Uribe Turbay el 7 de junio no solo
perforó un cuerpo: estremeció a un país que ya caminaba sobre cristales de
polarización. Mientras el senador lucha por recuperarse en la Fundación Santa
Fe, miles de ciudadanos vestidos de blanco recorrieron las principales ciudades
del país en una marcha del silencio que quiso ser plegaria, pero también un grito
ahogado contra la violencia política.
El atentado ocurrió justo cuando el
discurso público se alimenta de frases huecas y el debate nacional parece más
un duelo de consignas que un ejercicio de ideas. No fue solo un ataque: fue el
espejo de nuestra crispación. En redes, los bandos se cruzaron acusaciones y
teorías. En las plazas, los megáfonos volvieron a dividir al país entre “los de
Petro” y “los de Uribe”. Las palabras, otra vez, se usaron como trincheras. Pero
la balística no distingue hashtags ni colores partidarios. Las heridas abiertas
atraviesan el relato nacional y nos recuerdan que cada disparo se alimenta del
odio que lo precede.
En medio de esta tormenta, los
jóvenes asoman como bisagra entre la indignación y la esperanza. El primer
capturado tras el ataque fue un menor de edad; un hecho que deja al desnudo la
facilidad con que se recluta una rabia sin horizonte. Pero también fueron
jóvenes, estudiantes, artistas y deportistas, quienes alzaron banderas y
carteles el 15 de junio para exigir un país donde la diferencia no se castigue
con balas. Esa doble presencia subraya nuestra encrucijada: la juventud puede
ser carne de cañón o semilla de reconciliación, según el relato que la sociedad
le ofrezca.
¿Qué viene para Colombia? Si
seguimos sosteniendo la conversación con etiquetas, nos espera un eco
interminable de agravios. Pero si transformamos el estupor en exigencia ética,
tal vez podamos rescatar la política como pacto, no como combate. Eso exige que
cada quien, desde su trinchera generacional, escriba el próximo capítulo con
menos consignas y más diálogo: que el gobierno deje de nombrar la paz como
eslogan y la convierta en hoja de ruta verificable; que la oposición abandone
la nostalgia del miedo y proponga alternativas claras; que los jóvenes se
apropien de la democracia no solo marchando, sino vigilando, deliberando y votando
con criterio.
La palabra, igual que la bala,
viaja lejos: una mata mientras la otra convoca. De nosotros depende cuál
prevalezca.
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