martes, 17 de junio de 2025

LA VIDA LLEGA SIN AVISO Y SE VA SIN PERMISO

Se instala en nosotros como la luz al amanecer:
callada, inevitable, sagrada.
Y cuando se marcha, no deja una nota sobre la mesa,
ni una advertencia en el viento.
Simplemente… se va.

 

La he visto llegar en aquellas mañanas de la infancia,
cuando el barrio era nuestro universo
y uno salía descalzo, sin camisa,
sin miedo y sin reloj.

 

Jugábamos durante horas infinitas,
hasta que el sol se rendía,
y las rodillas hablaban con costras
de una felicidad sin protocolo.

 

Entonces nadie preguntaba a dónde ibas,
de dónde venías, ni con quién andabas.
Los parques eran de hierro y tierra viva,
y las heridas se curaban con saliva y café.

Éramos habitantes de un mundo
donde la alegría no necesitaba traducción.

 

Luego vinieron los años del ruido:
las fiestas, el licor,
noches y amaneceres que sabían a exceso.
Amigos volátiles y abrazos efímeros.

Caminamos calles y pueblos
como quien busca algo que perdió sin saber cuándo,
como quien vive con los bolsillos llenos de preguntas.

 

Y un día, sin previo aviso,
comienzan a caer las hojas.
Las canas aparecen como signos de un idioma nuevo,
y los consejos que antes ignorábamos
regresan en nuestra propia voz,
como si la vida hablara a través de nosotros.

 

El cuerpo nos pide pausas,
y la prisa se vuelve sospechosa.

Y un día, sin más,
la vida se despide.
Sin permiso.

Y todo lo que fuimos queda flotando
en una última mirada,
en un suspiro que nadie oye,
en la nostalgia de lo que no supimos decir a tiempo.

 

Porque la eternidad, esa que tanto buscan los dioses y los poetas,

no habita en las pirámides ni en los monumentos.
Se esconde, tímida, en los gestos sencillos:
como aquel pan con tinto al amanecer,
en una caminata despreocupada bajo la lluvia,
en interminables charlas sin reloj,
o en la risa de quien nos ama sin condiciones.




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