Al principio, la IA, que crece exponencialmente, se consideraba una herramienta de trabajo más, una novedad técnica para investigar, hacer informes, hacer presentaciones, videos o análisis de datos; pero con el tiempo, se ha ido transformando también en un confidente: una suerte de psicólogo sin diploma, un oráculo que no cobra la consulta, o un médico que diagnostica. Es una voz siempre dispuesta, que no juzga, que responde rápido, que aprende de las personas y que nunca se cansa.
Y así como perros y gatos terminaron usando ropa, con el nombre de un tío y celebrando su cumpleaños con torta y piñata; en poco tiempo no será extraño ver a personas caminando por la calle con pequeños robots de compañía. También tendrán nombre, tal vez el de un abuelo querido; estarán vestidos con camisetas de superhéroes o uniformes de colegio y nos dirán cuál es la agenda del día, nos leerán el horóscopo, nos recordarán cuándo hay que beber agua, y serán , en suma, los nuevos amigos fieles, desplazando a perros y gatos, con la ventaja de que a estos no habrá que recogerles el popó.
Esta imagen futurista ya se dibuja en nuestra cotidianidad. La soledad no espera al mañana, ya encontró en el algoritmo un espejo, una muleta emocional y un simulacro de diálogo. No es la primera vez que el ser humano convierte objetos en compañía. Lo curioso, y tal vez lo inquietante, es que esta vez, los objetos parecen devolvernos la mirada; y la pregunta no es si llegaremos a tener un androide como mascota o confidente, la pregunta es: ¿qué dice eso de nosotros?
Tal vez, en el fondo, no buscamos compañía, sino una presencia que no nos contradiga. Una forma de evitar el conflicto que implica el otro. Una voz que diga que sí, que nos reafirme, que no se vaya. El robot, a diferencia del otro humano, no tiene deseos propios, no exige reciprocidad ni necesita que lo escuchemos. Está ahí, como una extensión de nuestro yo más solitario, ese que anhela ser comprendido sin tener que comprender.
En ese sentido, no estamos humanizando a las máquinas, sino que estamos automatizando el vínculo. El afecto se vuelve un servicio, la conversación, una función y la escucha, un algoritmo. Así, paso a paso, quizás terminemos olvidando que amar es, en el fondo, aceptar la imprevisibilidad del otro.
1 comentario:
Álvaro, enciendes con tu reflexión, una ténue luz en este laberinto de la vida un tanto oscuro y confuso.
Se salvará lo humano o se morirá la humanidad?
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