En casi todos los conflictos recientes alrededor de proyectos viales, mineros o de hidrocarburos en Colombia, hay una escena que se repite: sobre el papel, el proyecto está “redondo” –cronogramas ajustados, estudios impecables, modelos financieros al día; pero en el territorio hay comunidades inconformes y angustiadas que expresan sus sentir con bloqueos, tutelas, marchas, cabildos abiertos, entre otros. Estos desencuentros, amenazan la continuidad de los proyectos, retrasan los cronogramas y elevan los costos de construcción y operación.
En términos legales, la obra tiene la licencia ambiental, pero en términos sociales aún le falta algo que desde finales del siglo XX se empezó a nombrar como Licencia Social para Operar (LSO).
¿Qué estamos llamando Licencia Social para Operar?
El concepto de LSO entró al vocabulario de la minería, y luego de otros sectores, hacia finales de la década de los 90’1 del siglo XX, a partir de la reflexión sobre la relación entre empresas extractivas y comunidades en escenarios como la conferencia del Banco Mundial sobre minería y comunidades en Quito, en 1997 (Cooney, 2017). Con el tiempo, la literatura especializada ha ido afinando el concepto y discutiendo sus alcances (Boutilier, 2014; Gehman, Lefsrud y Fast, 2017). De forma sintética, podemos decir que la LSO es el grado en que las actividades de una organización cumplen con las expectativas de las comunidades locales, de la sociedad en su conjunto y de los diferentes grupos de interés.
La LSO no es un contrato formal ni un papel que se tramite ante una ventanilla. Es un estado de legitimidad que se sostiene en las creencias, percepciones y relaciones de confianza de las comunidades con las empresas y que puede mejorar o deteriorarse con el tiempo. Por eso suele decirse que la LSO se “gana” y se “mantiene” en el territorio no en las oficinas.
En otras palabras, la LSO es ese permiso intangible que solo existe cuando la comunidad siente que el proyecto tiene sentido en su territorio; y desde esta perspectiva es algo que no se define desde la técnica, sino desde la experiencia cotidiana de las personas.
Para entender por qué tantos proyectos técnicamente sólidos tropiezan socialmente, es necesario recordar que podemos leer la sociedad desde diferentes perspectivas; aquí quisiera destacar dos. En primer lugar, podemos entenderla como un sistema, en el sentido de Niklas Luhmann: no como un conjunto de individuos, sino como una red de comunicaciones diferenciadas funcionalmente (economía, derecho, política, ciencia, medios, etc.), donde cada subsistema opera con sus propios códigos (pago/no pago, legal/ilegal, gobierno/oposición, verdadero/falso) y con procedimientos específicos para procesar decisiones. En esta mirada, lo importante es cómo se organizan, se acoplan y se coordinan esos subsistemas mediante normas, cronogramas, indicadores, contratos y marcos legales. En segundo lugar, podemos entender la sociedad como un complejo de subjetividades: el entramado de historias, lenguajes, creencias, miedos y expectativas con los que las personas se orientan en la vida cotidiana y construyen el sentido de sus acciones. Aquí aparecen las familias, los barrios, las memorias del territorio, las identidades colectivas, las experiencias de injusticia o de reconocimiento. Es el llamado Mundo de la Vida Cotidiana (Habermas, 1987), donde el sentido de una carretera no es solo un trazado sobre el mapa, sino la redefinición de rutas de cuidado, comercio, afecto y pertenencia.
Explicar vs Comprender
En su reflexión sobre las ciencias sociales, Habermas retoma la distinción clásica entre explicación y comprensión, pero no para mantenerla como una oposición rígida, sino para replantearla. Explicar significa reconstruir la cadena de causas: por qué ocurre un fenómeno, qué variables lo condicionan, qué regularidades pueden formularse a partir de él. Comprender, en cambio, apunta al sentido: qué significa aquello que ocurre para quienes lo viven, cómo interpretan los actores lo que está pasando y desde qué horizontes de experiencia lo leen.
Para Habermas (1987), la
comprensión no se reduce a una empatía psicológica individual, sino que es,
ante todo, una experiencia comunicativa: se realiza en el diálogo, exige una
actitud reflexiva frente a los propios supuestos y abre la posibilidad de
revisar y transformar actitudes. Por eso, explicación y comprensión no deberían
pensarse como métodos excluyentes, sino como dimensiones de un mismo ejercicio.
Cuando se articulan, dan lugar a una explicación comprensiva: un tipo de
análisis que reconstruye las conexiones causales, pero sin perder de vista el
mundo de sentido en el que los propios actores inscriben sus experiencias.
Si lo traducimos al lenguaje de los proyectos:
Una explicación técnica puede demostrar que una variante vial está óptimamente diseñada para mejorar la movilidad regional –reduciendo tiempos de viaje, mejorando niveles de servicio y descongestionando la vía actual–, pero en la reconstrucción del Sentido que tiene para los vecinos de la vía podríamos descubrir que para muchos residentes y comerciantes, esa variante se considera un desvío de flujos económicos que redefine las relaciones con los clientes, quienes quedan aislados y quienes pierden su modo de sustento.
Un modelo hidrológico puede explicar que una mina no afectará ciertas fuentes de agua, pero la algunas comunidades el agua está cargada de memorias, temores y significados sagrados que no se resuelven con una gráfica.
Un piloto de fracking puede explicarse como un experimento controlado, pero también nos permite comprender como esa propuesta se inscribe en una larga historia de desconfianza hacia la industria petrolera y el Estado.
Cuando la LSO se piensa solo desde la explicación causal, cualquier conflicto aparece como un problema de “desinformación” o de “falta de pedagogía”. Desde una explicación comprensiva, en cambio, el conflicto se convierte en un dato clave para entender los desajustes entre el diseño del proyecto y los sentidos de vida de la comunidad.
El Desarrollo Se Refiere A Las Personas, No A Las Cosas
En este punto, la reflexión de Manfred Max-Neef sobre el desarrollo
resulta especialmente pertinente. Al proponer el Desarrollo a Escala Humana,
Max-Neef insistía en un principio que parece obvio pero que muchas veces se
olvida: el desarrollo se refiere a las personas y no a las cosas.
En ese sentido, el mejor proceso de desarrollo será aquel que eleve la calidad
de vida de las personas, entendida como la posibilidad real de satisfacer sus
necesidades humanas fundamentales (Max-Neef, Elizalde y Hopenhayn, 1989). Una
escuela, un hospital o una carretera no son desarrollo en sí mismos si no se
traducen en mejores condiciones de vida. Son medios, no fines.
Aplicado a los proyectos de alto impacto, esto implica desplazar la pregunta: no basta con contar cuántos kilómetros de vía, cuántos megavatios o cuántas toneladas exportadas se logran. La cuestión de fondo es qué tipo de vida habilita o restringe el proyecto para quienes habitan el territorio.
Si el desarrollo se refiere a las personas y no a las cosas, la LSO no puede medirse solo por el valor de la inversión ejecutada o por el cumplimiento de metas físicas. Debe mirarse también en términos de reconocimiento, justicia, confianza y capacidad efectiva de las comunidades para decidir sobre su propio futuro.
Cuando La LSO Se Queda Atrapada En El Excel
En la práctica, el lenguaje de la LSO ha sido rápidamente incorporado a
manuales de sostenibilidad, normas de buen gobierno y presentaciones
corporativas. Pero muchas veces su gestión se reduce a tres operaciones:
1. Medir percepciones mediante encuestas o sondeos.
2. Clasificar actores en matrices de nivel de apoyo y nivel de
influencia.
3. Diseñar estrategias de “gestión del conflicto” o “inversión social”
para mejorar los indicadores.
Sin cambiar el lente, este enfoque convierte la LSO en un número más en el tablero de control: un semáforo que se enciende en rojo, amarillo o verde, pero que no cuestiona la forma de concebir el proyecto.
Desde la perspectiva de la mera racionalidad técnica, la comunidad aparece como “población objetivo” o “stakeholders”, el conflicto se entiende como ruido y la participación se confunde con asistencia a reuniones informativas. Desde la comprensión del mundo de la vida, en cambio, la comunidad es Sujeto de experiencias y de conocimientos; el conflicto es un síntoma de fondo; y la participación tiene que ver con la capacidad real de influir en el diseño, la implementación y el reparto de beneficios y costos.
Mientras la LSO se piense como algo que se “gestiona” al final –cuando los trazados están definidos, los estudios cerrados y las licencias ambientales casi listas–, veremos una y otra vez el mismo patrón: obras técnicamente impecables que fracasan socialmente, o que solo avanzan al costo de una herida profunda en el tejido comunitario.
Si tomamos en serio todo lo anterior, la LSO no puede seguir siendo solo un concepto de moda ni un indicador de riesgo reputacional. Debería convertirse en una categoría operativa que atraviese la estructura misma de los proyectos desde su etapa de concepción.
Video-Resumen: https://www.youtube.com/watch?v=wifpWhe4DOU
Referencias bibliográficas
- Cooney, J. (2017). Reflections on the 20th anniversary of the term “social licence”. Journal of Energy & Natural Resources Law, 35(2), 197–200
- Boutilier, R. G. (2014). Frequently asked questions about the social licence to operate. Impact Assessment and Project Appraisal, 32(4), 263–272.
- Gehman, J., Lefsrud, L., y Fast, S. (2017). Social license to operate: Legitimacy by another name? Canadian Public Administration, 60(2), 293–317.
- Habermas, J. (1987). Teoría de la acción comunicativa, tomo II: Crítica de la razón funcionalista. Madrid: Taurus.
- Luhmann, N. (1995). Social Systems. Stanford University Press.
-
Max-Neef, M., Elizalde, A., y Hopenhayn, M. (1989). Desarrollo a escala
humana: una opción para el futuro. Development Dialogue, 1, 5–80.
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